6.11.2015

Fin de Semestre

Se recomienda leer el siguiente texto al son de Tonight, de The New Kids on the Block (es lo que sonaba en esos tiempos, perdón)





Entre el 18 y el 20 de junio, el periodo de clases del primer semestre de la historia del Plantel U-2 de San Bernardino Tlaxcalancingo encontró su final y nadie estaba preparado para eso...


Con el corazón hecho trizas por la decepción con la chica del 4º “A”, mi arribo a esta semana que debía ser histórica fue más bien en medio del desencanto y la indiferencia. 

Apenas un par de pelos nos saltaron cuando se corrió el rumor de que con el nuevo plantel se venía una nueva política interna que eliminaba la posibilidad de exentar exámenes finales, por lo que tendría que romper mi muy sana tradición de no presentarlos y ponerme a estudiar como todos mis compañeros. 

Afortunadamente, el rumor se quedó en eso y conforme avanzó la semana, con todo y todo, me eché a la bolsa Matemáticas, Historia, Biolgía y Contabilidad… Todas exentadas y todas con 10 (en algo tenía que irme bien en este tiempo).

Por supuesto, como casi cada año desde que tenía memoria, mis logros académicos poco importaban en mi casa, pues ese año se graduaban mis hermanos de la secundaria, la primaria y el kinder… Yo me iba al segundo plano.

Llegada la tarde del miércoles, ya con esos aires de que no habría más clases a las cuales asistir, me senté en el borde del edificio central, y la brisa veraniega me invitó a abrir un poco mi visión para escapar unos segundos de mi fatalista visión del final de semestre.

Ahí caí en cuenta de la gente a la que iba a dejar de ver muy pronto. A pesar de ser un antisocial empedernido, la vida me dio la chance de hacer amistad con una niña de nombre Ericka, que se graduaba ese semestre, el 90 A, dejándonos huérfanos a quienes disfrutamos de sus puntadas, su casi eterna alegría y sus consejos para sortear el carácter sui generis del profesor de Contabilidad. 

En esos instantes lamenté no haberla tratado más tiempo, porque a pesar de que vivía cerca de mi casa, fue hasta ese semestre, su último en el Bachiller, y con la coincidencia en la Capacitación que tomé, que tuve la fortuna de tratar más con ella y con sus dos grandes amigas:

Ofelia, la “cerebrito” del grupo, tuvo el detallazo de pedirme que le firmara su libreta de dedicatorias y aunque le sufrí, pues apenas nos conocíamos casi casi de vista, no quise dejarle unas líneas que se perdieran en la intrascendencia.

Y Claudia, una chica chaparrita, muy bonita y ciertamente tierna, cuyo único gran defecto era su novio, un tipo como de 7 metros de altura que cada vez que podía me invitaba con la mirada a no ver más de 4 segundos a su chica. 


Mi salida del ostracismo social ese semestre me alcanzó para hacer “migas” en la recta final del periodo con Etelvina San Salvador y María Elena Rodríguez, dos chicas cuyas voces tal vez solo entre ellas las conocían en el salón, pero que ciertamente eran muy buenas personas y me daban buenas razones para platicar durante ratos que otrora habría dedicado a vagar solitariamente por los pasillos del plantel. 

Con Viloria las cosas no mejoraron ni habrían de mejorar. Su entrada al mundo de las parejas felices se cobró como tributo nuestra amistad. Aunque sus historias de amor correspondido con la célebre Concha dejaron de provocarme envidia tan pronto como hice la reflexión obligada de que éramos amigos, la ruta que tomó mi cerebrito de 17 años fue el de la indiferencia. Le deseaba lo mejor, pero no me interesaba saber de los específicos… Vaya egoísmo tan tonto.

Al voltear hacia los lados no podía dejar de dar gracias por no tener que ver más los shows casi tres equis de quien fue mi musa los tres primeros semestres del Bachiller en el Mausoleo, "DL" y cuya historia tal vez algún día cuente. Sin temor al pudor de los chilpayates de segundo semestre, ella y el “Chango Piojoso” intercambiaban saliva por cuanto sitio podían en el plantel. 

Y aunque eran mis cuates, cuando pensé que pasaría un par de meses sin aguantar los chistes pesados de Luis Malajevich y los constantes recordatorios de que yo era pobre del buen Alberto Báez, no sentí un ápice de nostalgia. 


El Mundial de Italia 90 fue como nuestro chambelán de lujo en las postrimerías de nuestro curso escolar. Nota aparte merecía Armando Vázquez, poseedor de una de esas televisiones pequeñas color gris que lo volvieron uno de los personajes más populares del plantel, pues iba de salón en salón dándole la oportunidad a los mortales de ver un partido de la Copa del Mundo en la mismísima aula. 

Desafortunadamente, el Mundial estaba resultando taaaan malo que conforme fue avanzando era menos la gente que se ilusionaba con el mismo.
Apenas las sorpresas que daban Costa Rica y Camerún le dieron al estudiantado una razón para hablar del Mundial.

La semana siguiente trajo los exámenes finales.
Ese periodo en el que la mayoría sufre y se desgañita, se desvela y agoniza, para mí siempre fue una semana de relajación, y en esa ocasión no fue la excepción.

El lunes 25 de junio ni me molesté en ir a la escuela y mientras mis compañeros padecían con la evaluación de Bilogía, yo veía el partido Irlanda-Rumania, que tuvo que irse hasta los penales para que los británicos se llevaran el pase. 

El martes, las peleas en la casa me hicieron decidir irme mejor a la escuela, aunque no hice nada, pues el examen de Historia también lo había exentado.

El día siguiente marcaba mi única cita con los exámenes finales, pues el profe de Ciencias de la Tierra, precursor de la política de no exentar, se había mantenido en esa postura… Hasta la hora del exámen. 

Por causas desconocidas aun hoy, acabé exentando también esa materia y entonces cerré mi cuarto semestre de bachillerato sin despeinarme en la semana de los pelos parados.

Aquella tarde del 27 de junio, cuando caminé de vuelta a la parada del CREE-Madero, sabiendo que sería la última vez que lo haría hasta septiembre, por un segundo dejé que la nostalgia hiciera finalmente presa de mí.

Era la hora de darle valor a los actos rutinarios en el momento de decirles adiós, como siempre, como en todo:

Esa tarde decidí ser buen amigo de Viloria y escuché cada palabra que me dijo sobre su Concha adorada. Lo sé, era casi como hacer trampa, pero al menos me nació.

Por supuesto, en cuanto pasó un Pacer (esos viejos autos de American Motor Company con forma de tortuga), el primero que lo vió ejerció su derecho de darle un golpe en el brazo al otro: así era la ley, y al cruzar la Calle 18, nuestro grito de guerra “¡dispara unas galletas!” fue enunciado por última vez en ese semestre, acompañado de las usuales carcajadas.

Nada fue distinto aquellos minutos de cómo había sido en los anteriores 5 meses y, no obstante, lo era: los niños se mecían en los columpios del parque y los chavos jugaban futbol en la cancha de tierra de Vista Hermosa, nosotros nos paramos debajo del mismo árbol de cada día a esperar el CREE, y cuando vi a lo lejos que ya había salido mi “cuento” de Comandos Heroicos en el puesto de revistas, le pedí prestado como tantas veces a mi mejor amigo, quien no chistó para rascarle a su bolsillo en busca de unas monedas.

Cerca de las 3 de la tarde, el chaparrito del portafolios café y el suéter gris con la ridícula letra “J” en el pecho abordó el CREE-Madero por última vez en el primer semestre del resto de su vida, con el deseo de poder volver con salud a enfrentar el último año antes de la universidad.






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